Hoy en día nos encontramos
en una era digital, donde todo lo que hacemos lo publicamos en nuestras redes
sociales.
Por Laura Betancur
Saldarriaga
Recuerdo
cuando estuve mochileando por Perú con un grupo de amigos españoles. Fue uno de
esos viajes tipo Eat, pray, love que
son un hito en la vida, que enseñan lo que nunca aprenderías en la academia,
que cambian la forma de vivir pues las cosas que experimentaste y viste te
tocaron en lo más profundo. Pero hablo por mí, porque no a todos los que
viajaron conmigo les sucedió lo mismo.
Eneko,
uno de los del grupo, era lo que llamaría Mario Vargas Llosa en su libro La civilización del espectáculo, el
perfecto turista posmoderno, que no tiene un interés genuino por el lugar que
visita, sino que es por mero esnobismo, puesto que estar en lugares turísticos
famosos forma parte de la check list
de fotos obligada del turista posmoderno.
Él
parecía que hubiera ido a este lugar histórico del imperio Inca, solo para
acumular imágenes. Se la pasaba posando y pidiéndole a la gente que le sacara
fotos mientras la guía nos contaba la fascinante historia de esta población que
por culpa de la llegada de los españoles -oh la ironía- le tocó huir por las montañas,
dejando sin terminar tan espectacular ciudad. Incluso él parecía como mosco en
leche pues la mayoría de asistentes a esta reserva usaba ropa deportiva o
especial para los outdoors, pero él
se fue de jeans, con camisa cuasi elegante, listo para la foto.
El
interés por tomar fotografías para luego publicarlas en las redes sociales era
el propósito de su viaje, pero la triste realidad es que esto no solo lo hace
él, lo hacemos todos -me incluyo para mi vergüenza− pues parece que en la
sociedad en la que vivimos, que reemplaza el vivir por el representar, se
establece como premisa para tu existencia el tener una cuenta en Facebook o Instagram como mínimo, pues quien no aparezca en la web no existe.
Justamente, Alejandro Zuzenberg, director de Operaciones Cono Sur de Facebook,
asegura que en Colombia hay 17 millones de usuarios activos en Facebook, de los
cuales siete millones acceden desde teléfonos móviles.
Registramos
en las redes sociales todo lo que hacemos: si no posteas en Facebook la foto en
la Torre Eiffel, nadie te creerá que fuiste a París. Si no publicas una foto
con los abdominales mascados, nadie te va a creer que te mataste los últimos
tres meses en el gimnasio.
Le
tomamos foto a todo, a lo que comemos, leemos, vestimos, oímos, compramos, y
hacemos todo. No falta sino que se hagan populares las selfies mientras usamos el inodoro. Esa si sería la tapa del
cóngolo, y algo muy charro la verdad, pues sería el último grito del desespero
por atención.
Por otra
parte, hay que reconocer ciertos asuntos que no son tan reprochables de la
dependencia digital. Es cierto que esto del mundo web sin privacidad y de
completa dependencia ha traído muchos beneficios, pero ni siquiera me voy a
poner a nombrarlos pues sería mencionar muchas de nuestras actividades diarias.
No basta sino quitarle el wifi a la
casa para darnos cuenta de lo mucho que necesitamos los medios digitales, algo
lamentable hasta cierto punto y muy necesario de aquí para adelante.
Entre lo
lamentable están los nuevos pasos a la hora de visitar por primera vez la casa
de alguien. La rutina consta de tocar el timbre, saludar, dejar el vino en la
cocina, sacar el celular y preguntar por la contraseña del wifi. Somos de lo más cordial.
Y entre
lo bueno -que evidencia lo malo- me encontré en Medellín que en varios
restaurantes implementaron una especie de recomendación a sus comensales
llamado Cell Parking que consiste en
dejar los celulares en un casillero y no tocarlos en toda la noche y como
premio de aguantar el síndrome de abstinencia digital, el restaurante le regala
al comensal una botella de vino al salir del establecimiento, todo un premio
por ser niños buenos.
Interesante
es el hecho de que la gente se esté dando cuenta que el celular y los medios
parecen estar chupándonos la vida, empujándola para que ellos sean los
protagonistas y primeros en la fila. Bueno es que nos demos cuenta que hay
ocasiones en las que vale más la conversación de la persona que tenemos al lado
que la conversación por WhatsApp.
Buenísimo es que haya personas que empiecen a preferir saborear la comida en
vez de tomarle una foto que lo único que logra es encenderle el hambre al pobre
que está encerrado en casa, en pijama, con el celular en la mano, comiendo
crispetas y viendo la vida a través de una pantalla.
Estamos tan
enredados con la tecnología que logramos hacer un nudo tan pero tan grueso y
complicado que no vemos lo que pasa al frente. Va a llegar el día en que nos
vamos a caer tan duro que tiraremos lejos el celular para poder empezar a
vivir.
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