Jefferson, el robot humano
Jefferson es uno de los tantos adolescentes que viven y trabajan en
las calles de la ciudad de Medellín
Por María Córdoba
Un día atrancada en el caos de los tacos de
Medellín vi a pocos metros un muchacho pintando su cara de color plateado.
Justo cuando pasé a su lado, el tráfico se detuvo, me miró fijamente y sonrió.
Le devolví la sonrisa y le pregunté cuál era su nombre: “Jefferson, niña bonita”,
me dijo.
Desde ese momento supe que quería escribir
sobre él. Sin pensarlo me orillé en una unidad que había cerca al semáforo, caminé
algunos metros hacia donde estaba Jefferson. Me senté a su lado a observar como
se aplicaba una pintura grumosa y seca.
Jefferson es uno de los tantos adolescentes que viven y trabajan en las calles de la ciudad de Medellín. Sin embargo, no vende dulces como la mayoría: él se viste de robot para sacarle una sonrisa a quienes se detienen a mirarlo.
Desde los 13 años se fue de su casa debido al
maltrato de su padrastro. Nunca tuvo una figura materna: “Mi cucha a duras
penas sabía que yo vivía ahí en la casa, esa se mantenía en mero vuelo”.
A pesar de haber perdido la inocencia en las
calles desde tan chiquito, aquel muchacho que una vez fue golpeado hasta perder
la conciencia es ahora un robot de 19 años que sin importar el día o la
situación le sonríe a la gente y a la vida.
Aunque solo estuvo en el colegio hasta primero
de primaria, le gustan mucho las matemáticas: “Así yo no sepa muchas cosas de
números, a mí me gustaban mucho esos jueguitos que nos hacían allá”.
Al huir de su casa tuvo que abandonar los
estudios y dedicarse a trabajar. Comenzó a laborar en las calles con un amigo
de su barrio: “Ese man fue el que me
enseñó a manejar este negocio y creo que acá me quedo hasta viejito”.
Jefferson nunca ha pensado en abandonar su
trabajo como robot, así algunos días no consiga ni para irse a su casa.
“Me quise vestir así porque cuando yo era más
niño me gustaban mucho”. Él sabe poco sobre tecnología, tampoco ha visto uno en
la vida real, solo tiene el recuerdo del que vio en la televisión cuando tenía 11
años.
Su armadura es sencilla: una manta desgastada
de color gris que cubre todo su cuerpo y una luz roja que alumbra su cara plateada.
Se envuelve en su papel de robot casi todo el día. Llega al semáforo que
conecta la carrera 34 con la calle10, casi a las 8 de la mañana.
“Hay días en los que yo me vengo sin ni
siquiera tomarme un vaso de aguapanela”. Lo que se gana al día lo guarda para
pagar una piecita que alquiló en San Cristóbal, los pasajes del metro y del
bus.
Aunque no gana mucho vive feliz y tranquilo: “Yo
no le debo nada a nadie y no le rindo cuentas a nadie, solo a la cucha del
arriendo”.
“Aquí la gente muchas veces ni se da cuenta de que
uno existe, eso pasan al lado de uno mirando el celular o cerrándole a uno la
ventana en la cara”. A pesar de ser ignorado por la mayoría de la gente, Jefferson
no se siente menos importante. También hay personas que se detienen a felicitarlo
por su actuación y le agradecen con dinero las sonrisas que genera.
Él dice que nunca cambiaría su trabajo, le
gusta ser independiente y ganar dinero de una manera sana: “Yo no le hago daño
a nadie, más daño hacen los que no trabajan”.
“Acá en las calles uno no tiene amigos ni novia
ni nada -comenta Jefferson- si mucho uno que otro conocido. Usted acá llega
solo y se va solo”.
Su vida es solitaria. Jamás volvió a buscar a
su mamá. Jefferson vive de la amabilidad de la gente, de las personas que se
toman un minuto de su vida para darse cuenta de que hay algunos que viven y
necesitan de ellos.
Muchas veces nos perdemos en nuestro mundo, en
nuestros celulares. Ignoramos lo que de verdad es importante.
Jefferson, un robot que sonríe y hace sonreír,
es un ejemplo para todas aquellas personas que se ganan la vida trabajando de
sol a sol en las calles.
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