lunes, 11 de mayo de 2015

0 Jefferson, el robot humano

Jefferson, el robot humano

Jefferson es uno de los tantos adolescentes que viven y trabajan en las calles de la ciudad de Medellín

Por María Córdoba

Un día atrancada en el caos de los tacos de Medellín vi a pocos metros un muchacho pintando su cara de color plateado. Justo cuando pasé a su lado, el tráfico se detuvo, me miró fijamente y sonrió. Le devolví la sonrisa y le pregunté cuál era su nombre: “Jefferson, niña bonita”, me dijo.
Desde ese momento supe que quería escribir sobre él. Sin pensarlo me orillé en una unidad que había cerca al semáforo, caminé algunos metros hacia donde estaba Jefferson. Me senté a su lado a observar como se aplicaba una pintura grumosa y seca.  



Jefferson es uno de los tantos adolescentes que viven y trabajan en las calles de la ciudad de Medellín. Sin embargo, no vende dulces como la mayoría: él se viste de robot para sacarle una sonrisa a quienes se detienen a mirarlo. 

Desde los 13 años se fue de su casa debido al maltrato de su padrastro. Nunca tuvo una figura materna: “Mi cucha a duras penas sabía que yo vivía ahí en la casa, esa se mantenía en mero vuelo”.  

A pesar de haber perdido la inocencia en las calles desde tan chiquito, aquel muchacho que una vez fue golpeado hasta perder la conciencia es ahora un robot de 19 años que sin importar el día o la situación le sonríe a la gente y a la vida. 


Aunque solo estuvo en el colegio hasta primero de primaria, le gustan mucho las matemáticas: “Así yo no sepa muchas cosas de números, a mí me gustaban mucho esos jueguitos que nos hacían allá”.

Al huir de su casa tuvo que abandonar los estudios y dedicarse a trabajar. Comenzó a laborar en las calles con un amigo de su barrio: “Ese man fue el que me enseñó a manejar este negocio y creo que acá me quedo hasta viejito”.

Jefferson nunca ha pensado en abandonar su trabajo como robot, así algunos días no consiga ni para irse a su casa.

“Me quise vestir así porque cuando yo era más niño me gustaban mucho”. Él sabe poco sobre tecnología, tampoco ha visto uno en la vida real, solo tiene el recuerdo del que vio en la televisión cuando tenía 11 años. 

Su armadura es sencilla: una manta desgastada de color gris que cubre todo su cuerpo y una luz roja que alumbra su cara plateada. Se envuelve en su papel de robot casi todo el día. Llega al semáforo que conecta la carrera 34 con la calle10, casi a las 8 de la mañana.

“Hay días en los que yo me vengo sin ni siquiera tomarme un vaso de aguapanela”. Lo que se gana al día lo guarda para pagar una piecita que alquiló en San Cristóbal, los pasajes del metro y del bus.

Aunque no gana mucho vive feliz y tranquilo: “Yo no le debo nada a nadie y no le rindo cuentas a nadie, solo a la cucha del arriendo”.

“Aquí la gente muchas veces ni se da cuenta de que uno existe, eso pasan al lado de uno mirando el celular o cerrándole a uno la ventana en la cara”. A pesar de ser ignorado por la mayoría de la gente, Jefferson no se siente menos importante. También hay personas que se detienen a felicitarlo por su actuación y le agradecen con dinero las sonrisas que genera.
 
Él dice que nunca cambiaría su trabajo, le gusta ser independiente y ganar dinero de una manera sana: “Yo no le hago daño a nadie, más daño hacen los que no trabajan”.  

“Acá en las calles uno no tiene amigos ni novia ni nada -comenta Jefferson- si mucho uno que otro conocido. Usted acá llega solo y se va solo”.

Su vida es solitaria. Jamás volvió a buscar a su mamá. Jefferson vive de la amabilidad de la gente, de las personas que se toman un minuto de su vida para darse cuenta de que hay algunos que viven y necesitan de ellos.

Muchas veces nos perdemos en nuestro mundo, en nuestros celulares. Ignoramos lo que de verdad es importante.

Jefferson, un robot que sonríe y hace sonreír, es un ejemplo para todas aquellas personas que se ganan la vida trabajando de sol a sol en las calles.


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